Aceptando la verdad del silencio reconoce el hombre henchido de alma su propio desaliento, conmocionado ante el estruendoso abismo de su fétida condición, esculpe su alma buscando la forma de un perro, pudriéndose en la impureza de su asombro. Se desnuda para vestirse con el estertor de la primavera, disfraz del que fue un desdichado asceta que ahora surca su propio cielo.
Abranse las puertas de la percepción, desconfiar del pensamiento es una contradicción en sí misma ¿o es acaso el silencio el que encuentra su verdad en el hombre?
La firmeza en el carácter disfraza la realidad con hermosos ropajes, atuendos de la inspiración, contraste de fenómenos siempre en movimiento, ciclo astral del ser que se regocija en sí mismo viendo el mundo a través de una falsa bóveda celeste (realmente, del color negro del hollín).
El humo asciende, materia ontológica transformándose en una esponja de mar, cubierta de un inmenso océano y atravesada por la sal, abrazando el borde de su abismo para observar, desde la grandeza de una estrella, la congoja que en nosotros produce la moral y su historia, burlándose y danzando al son de los cánticos de un bufón.
Destruyamos al hombre con inocencia e ingenuidad, plenamente inconscientes de lo que somos para convertirnos en algo tan voluptuoso como el desprecio total hacia la muerte. Adentrémonos en lo más profundo de la existencia hasta que no podamos verla, como el Sol incapaz de percibir su propio brillo, pues solo así reconoceremos los días por su verdadera luminosidad, la que se aprecia desde el origen de la luz, el centro de la oscuridad.
Allá donde nada es visto pero todo se palpa, por la presión de su naturaleza omnisciente.
Que cese la noche, patético espectáculo de la idiosincrasia de un nacimiento, el frío nos estremece y en él nos consumimos felices y seguros de que todo se hace tan real como una ilusión exacerbada. Algo se expande mas allá de los límites del pensamiento, se acerca el ocaso del superhombre una revelación que tambien pasa a ser el deslumbramiento de nuestra identidad. Todos estamos ciegos pero sólo unos pocos podrán asumirlo, aquellos que no se postran de rodillas, aquellos a los que la nada no les pervierte sino que les glorifica ¿quien tendrá el valor de considerarse un Dios asentándose en su propio trono? Todos y nadie somos unos cobardes, incluso protegiéndonos tras una respuesta. Las preguntas rasgan nuestras frágiles vestiduras y dejan tras de si, el rastro mudo de la cicatriz de una conciencia traspasada por haces de luz y de sombra. La alegría del sufrimiento nos exalta y la sabiduría nos acoge sobre las copas de sus árboles de miel, esperando derretirnos después de cubrirnos con su manto, ahogándonos en su dulzura de ensueño, opaca por su opacidad y transparente por su transparencia, un fin en si mismo, una meta para la experiencia...
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