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domingo, 18 de noviembre de 2012

La vida despierta, siempre despierta la vida.

Tras los ojos del león se escucha el grito inerme de la música celestial, el ruido sordo de un hombre viejo tocando el acordeón, sentado junto a una ventana que da al mar con los ojos llorosos, un pobre viejo que escucha el silencio intercalado entre las gaviotas que flota sobre el estruendo de la espuma rabiosa del mar.
El viejo busca el silencio siempre presente en nuestros corazones, el silencio que a su vez se mira el ombligo en busca de una señal y no hablará hasta que la encuentre, no hablara hasta que encuentre su muerte.
La muerte es el ombligo del silencio, la raíz mugrienta del alma que succiona nuestra identidad con la determinación con la que un recién nacido succiona una mama mientras la muerte succiona su identidad y el silencio la busca en el ombligo, mientras el viejo busca el silencio entre las gaviotas y el mar, mientras el león observa el horizonte de la sabana.
El silencio muere, succionado por su propio ombligo y grita de dolor, el viejo muere en el silencio y el acordeón se despliega y resuena un acorde disonante y el león se echa la siesta.
Espejos en la noche
la ciudad nos observa con ojos de araña, los muertos se despiertan y nuestro amor resucita
la oscuridad se ha convertido en nuestro territorio y los espejos en los cómplices de nuestra trama celeste.
El amor, el único eco que rebota en las opacas paredes de nuestro alma, las hace vibrar, las agrieta y las desploma, el amor que hace que el dolor despierte, que nuestras almas se desnuden, las nuestras y las del mundo. El amor desploma nuestras paredes y toca nuestros huesos, y nuestra piel y el dolor despierta, el león se enamora del silencio y el silencio despierta, la muerte despierta, despiertan el viejo y las gaviotas, despierta el niño y muere Michael, el panadero.



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